SIGO
EN EL CORTIJO
En la escena anterior, daba cuenta de mi estancia en
el cortijo donde mi abuelo Pedro ejercía de vaquero. Allí estuve tanto tiempo
que cuando mis padres vinieron a buscarme para llevarme de nuevo a casa se ve
que les dije: “Por esa vereda habéis venido, pues por esa vereda os podéis
marchar, que yo me quedo aquí tan a gusto” Ni que decir tiene que mi petición
en absoluto fue atendida.
Y donde yo estaba encantado de la vida que vivía en
aquellos lares. Mi abuela María me permitía hacer lo que me daba la real gana
sin ponerme ninguna pega ni cortapisa.
En esta escena voy a contar el gran susto que me dio
un buey al que soltaron del yugo después de tirar de la carreta junto con el
otro que componían la yunta.
Ya expliqué que por las tardes mi abuela María, me
aseaba convenientemente y me cambiaba de ropa ya que como jugaba con la tierra,
las piedras, la leña amontonada en la leñera… en fin, que me ponía hecho un
oso, como se suele decir.
Para mí era una delicia corretear por aquí o por
allí dentro del enorme patio que había entre la casa donde habitábamos y el
edificio de enfrente, donde estaba ubicado el pajar y el anden de las vacas, que,
a su vez, en el parte trasera y convenientemente vallado albergaba el toril
donde pasaban la noche el ganado vacuno.
Aquella tarde, como era perceptivo, mi abuela me dio
en correspondiente baño en el -valga la redundancia- en le baño de “Zinc” y
también como cada día me cambio la ropa que había ensuciado durante el día por
otra oliendo a limpia y reluciente como los chorros del oro. ¡Al día siguiente
ya me encargaría yo de arreglar eso!
En la época en que estuve en el cortijo era el
tiempo de la recogida de las mieses para llevarlas a la era con el fin de
proceder a su trillado y a separar el grano de la paja.
Para la operación de transportar las gavillas de
mieses segadas desde el barbecho a la era su utilizaba las carretas, de las que
tiraba la yunta de bueyes.
Al terminar la jornada, que solía durar desde el
amanecer hasta el anochecer, los boyeros traían la yunta a las afuera del toril
del ganado vacuno, donde la soltaban del yugo y hacer que entraran el toril.
Donde descansaban
y pasaban la noche y que mi abuelo les diera el correspondiente pienso de paja
en el andén, junto con el resto del ganado.
Me encantaba ver como soltaban los bueyes del yugo y
como se estaban quietos hasta que el boyero les quitaba la ultima vuelta de
cuerda que los unía a este, y como a continuación emprendía el camino hacia el
toril.
Normalmente contemplaba la escena desde detrás de la
portada que separaba el patio del campo abierto, mi abuela no me permitía que
saliera, era la única restricción a la que me sometía.
Aquella tarde, me escapé y salí del portal, como
siempre el boyero desataba los bueyes, prometiéndomelas muy felices de poder
contemplar de cerca la maniobra que tanto me llamaba la atención.
Pero… ¡Mi gozo en un pozo! Sucedió algo con lo que
yo no contaba.
Uno de los bueyes, que se llamaba Memoriales
-siempre me acordare de su nombre- al soltarle el boyero la ultima vuelta de la
soga que lo unía al yugo, salió disparado hacia mi persona, supongo que con el
fin de hacerme sentir como es el vuelo sin alas ni motor, por que supongo que
con la intención de darme un abrazo o un beso no seria.
A mi se ve que no me hacia mucha gracia la idea, puesto
que después de dar un tremendo grito puse pies en polvorosa hacia el portal del
patio a la que no creo que me hubiera dado tiempo a llegar.
Mi suerte fue que el boyero reaccionó de inmediato y
gritado con fuerza el nombre del aquel bicho enfurecido consiguió que detuviera
su carrera dando tiempo de esa forma a que mi abuela saliera a ponerme a
cubierto dentro de patio.
Por supuesto que aquel incidente no me impidió
seguir observando el espectáculo que tanto me gustaba mirar, aunque se me
quitaron las ganas de hacerlo desde tan cerca.
Al cabo del
tiempo le conté a mi padre lo acontecido y entonces comprendí por que aquel
buey me embistió.
A él -mi padre- no le extraño en absoluto el comportamiento de
aquel animal, que por otra parte él conocía perfectamente, ya que había sido
su mentor.
Lo había enseñado a arar y otras pautas de
comportamiento, como que cuando lo llamaba por su nombre obedeciera de
inmediato, acudiendo a la llamada, me dijo con él -con mi padre- se comportaba
como el perrito más obediente.
Otra de las cosas que le había enseñado era a acudir
en cuanto le enseñabas desde lejos un canasto con boniatos cocidos, olfatea su olor y acudía con presteza a buscar su recompensa. Supongo que era con lo que
premiaba su buen comportamiento, el cual dejaba mucho que desear en cuanto
olfateaba o avistaba la pareja de la guardia civil o a alguien bien aseado.
Estas dos ultimas cosas creo que deberían
encuadrarse dentro del contexto de la represión que ejercían los cuerpos de
seguridad y la explotación sin límites a la que estaban sometidos, tanto los
jornaleros como los animales, por los patronos.
El animal al verme tan aseado y pulcro me asoció al
tirano que lo explotaba sin descanso.
Ahora que soy mayor comprendo la verdadera lección
que impartió aquel animal y la de su maestro al enseñársela.
No debes abusar de tu posición dominante para
imponerte sobre los demás, debes respetar su dignidad, ya que por muy humilde
que sea su condición, seguro que no les gusta que su dignidad sea pisoteada y la defienden con todas las armas a su alcance, en este caso su cornamenta.
Autor: Pera H.
Fecha: Octubre de 2019
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