SOLITARIO Y LIBRE
Raimundo, -al que todos llamaban Rimundo- se consideraba
un hombre solitario y libre, solitario por su carácter taciturno, su timidez y
su falta de costumbre en la alternancia social.
Su soledad, aunque le acarreaba algunos
inconvenientes, no le preocupaba en absoluto, se sentía libre en la soledad que
compartía con su compañero y fiel amigo Rufo.
Montolla, era el otro componente del trio que formaban
juntos, los tres compartían una vida rural con la que se sentían plenamente realizados.
Rufo,
llego a su lado muy joven, cuando aún era un pequeño cachorrillo de perro lobo,
que algún desaprensivo había abandonado en algún punto kilométrico de la
carretera que, bordeando su pequeña finca, unía entre si los distintos
pueblos de la serranía.
Rimundo adopto a Rufo, volcando en él todo el
afecto que emanaba de su pecho y que no tenía ocasión de demostrarle a los
individuos de su misma especie.
Rufo, supo apreciar las atenciones que su amigo
y compañero le prodigaba y se las devolvía entreteniéndolo con sus inagotables
ganas de jugar como cualquier otro joven de su edad.
Montolla, no los acompañaba asiduamente a
ambos, porque Rimundo limitaba sus movimientos al mantenerlo sujeto al tronco
de algún árbol o a cualquier otro objeto que él no pudiera arrastrar, mediante
una larga cuerda o “jical” que ataba
por uno de sus extremos al árbol y por el otro a una de sus patas delanteras.
No obstante, Montolla, observaba desde la
distancia los movimientos de sus dos compañeros y si constataba que se habían
olvidado de él, o necesitaba de su presencia lanzaba al aire su grito en forma
de rebuzno y sus compañeros acudían de inmediato a su presencia.
Montolla sabía que era muy apreciado por sus
dos amigos, por eso a veces, se permitía caprichos que exasperaban a Rimundo, tozudo
como todo pollino que se precie, solo cejaba en su empeño, cuando Rimundo preso
de una enorme irritación, le sometía a alguna medida disciplinaria que lo hacía
volver a la senda del entendimiento.
A Rimundo le gustaba vivir en el campo, se
sentía a gusto y feliz, cuando, realizaba las tareas cotidianas que su pequeña
finca requería diariamente con el fin de que esta le proveyera de los productos
necesarios para la subsistencia de ambos.
En la misma finca disponía de una acogedora
casita que él mismo se había ido construyendo con mucha paciencia y esfuerzo,
que compartía con su inseparable compañero Rufo, con quien se compenetraba a la
perfección
La casa, en su parte trasera contaba con un
cobertizo para que Montolla pasara las noches lejos del alcance de los amigos
de lo ajeno, como también, para que estuviera a salvo de los depredadores
nocturnos que abundaban en los montes cercanos y resguardado de las
inclemencias del tiempo en las noches invernales.
No necesitaban nada más, vivían en plena
naturaleza, con una libertad sin límites, gozando de las maravillas que esta
les regalaba cada día.
En las épocas más cálidas de año, solían
despertarse temprano, tan temprano que, contemplaban extasiados, uno junto al
otro, los claros amaneceres y el resurgir del Dios RA, iluminando con sus rayos
dorados los valles y montes, haciendo que la diversidad de los colores de estos
brillase con fuerza por el efecto de las gotas del roció mañanero que había
caído sobre ellos. Mientras Montolla, en su cobertizo rebufaba con fuerza,
reclamando salir del mismo.
Aderezaba la bella estampa, los trinos suaves
y al mismo tiempo cálidos y variopintos de los pajarillos y otras aves que
anidaban en los árboles y arbustos de los alrededores.
Cuando llegaba la noche, y se hacia el silencio
profundo, claro y sereno, roto solo por el graznido del búho, el del mochuelo,
el aullido lejano de algún lobo o el gruñir de los jabalíes que habitaban en
los montes cercanos.
Rimundo, se sentaba a la puerta de su casita, en
su “banqueta de corcha”, - que él
mismo se había confeccionado -, con su espalda apoyada en la pared y con su
fiel Rufo tendido sus pies, para disfrutar ambos, de la suave y calidad brisa
nocturna que movía acompasadamente las ramas de los arboles como si fueran
gigantes agitando con lentitud sus brazos en el aire.
Abría su “preciso”,
sacando de él la “petaca” del
tabaco, la “yesca”, el “pedernal” y su “cachimba”, de la cual se sentía muy orgulloso, puesto que le había
costado buenas horas de su tiempo el construirla, partiendo de una “cepa de brezo”, que había arrancado
del monte colindante con su finca.
El tiempo transcurría lentamente, mientras
observaba el brillante fulgor de las estrellas en el firmamento, aspirado el
aromático humo del tabaco que poco a poco se iba consumiendo dentro de su “cachimba”.
Cuando la combustión del tabaco tocaba a su fin
y la cazoleta de la “cachimba" empezaba
a perder calorías, llegaba el momento de abandonar la contemplación del
majestuoso espectáculo, con el que, el cielo limpio y oscuro de la serena noche,
había impregnado sus retinas.
Con pereza, por tener que abandonar la visión
de tan formidable espectáculo, tanto él como su compañero, se levantaban de sus
respectivos asientos, dirigiéndose hacia el interior de la casa, donde les
aguardaba el confortable lecho, donde descasarían hasta el día siguiente en que
volverían a su rutina diaria.
En la época del año en que las condiciones
climatológicas cambiaban y se hacían más desapacibles y aunque el Dios RA,
tardaba más en alcanzar la plenitud de su fuerza luminosa, ellos, seguían
fieles a sus costumbres mañaneras, con la única diferencia de que tardaban algo
más en comenzar a realizar las labores agrícolas que en aquella época debían de
llevarse a cabo, ya que la oscuridad de la noche tardaba un poco más en
disiparse totalmente.
Rimundo, después de comprobar, atraves de
algunas de las ventanas de la casa, las condiciones climatológicas del día, abría
la puerta de salida al exterior descorriendo las “fallebas” con las que aseguraba su cierre por las noches.
Una vez comprobadas las condiciones del tiempo…
si llovía, hacía mucho viento…etc. procedía a reavivar el fuego en la chimenea
si aún quedaban ascuas de la noche anterior.
Si no quedaba ninguna encendida, se armaba con
su “mechero de martillo”, y prendía
algunas de las piñas que tenía reservadas para tal fin al lado de la chimenea,
colocándole encima la pertinente cantidad de “leña” para que la lumbre volviera a lucir con toda su fuerza y
esplendor.
Una vez encendido el fuego, y posicionado las “estrévedes” sobre el mismo colocaba
sobre ellas la cafetera convenientemente preparada y esperaban a que se
esparciera en el interior de la casa el aroma característico de café recién hecho.
Mientras que ese momento llegaba iba a buscar
en la “talega” del pan la “hogaza” de donde cortaría las “rebanadas” que tostaría en el fuego.
También buscaba la “orza” donde tenía la deliciosa “zurrapa de lomo” con la que “pringaba”
las tostadas que ingerían tanto él como su inseparable compañero Rufo.
Culminado el suculento desayuno, provisto de la
herramienta apropiada, alguna de las muchas que se solían utilizar en las
labores del campo, salían de la casa, dirigiéndose hacia el lugar de la finca
donde realizaría la intervención programada para ese día.
Unas veces se armaba con la “zoleta” y se dirigían al trozo de viña
que ubicada en uno de los rincones de la
finca, procediendo a cavar la tierra y a descubrir el tronco de cada vid con el
fin de quitarle las dañinas “barbas”
que impedían el rendimiento óptimo de cada planta, para acto seguido volver a “aporcar” el tronco con la tierra removida, con el fin de que la
frondosidad de esta alimentara al máximo la planta.
Otras veces tocaba utilizar el “calabozo” para “rozar” las abundantes matas de zarzas y otras plantas silvestre
que hacían disminuir la superficie cultivable de la finca, por lo que era
necesario atajarlas a toda costa.
El “escardillo”,
era la herramienta con la que debía de partir hacia el “pegual” de trigo, cebada u otras legumbres, sembradas en su
momento, en algún lugar de la finca, ya que se debía de depurar a conciencia
las malas hierbas que crecían espontáneamente y que no dejaban que los cereales
alcanzaran la productividad adecuada.
En otras ocasiones, era el “hacha”; “el rastrillo”;
la “tijera de podar”; la “navaja de injertar” … u otras de las necesarias para la realización
de la tarea que se proponía llevar a cabo durante la jornada.
Al caer la noche, daba por terminada la
jornada, disponiéndose a disfrutar del merecido descanso nocturno.
Durante esa época invernal, el sitio elegido
para el disfrute del aromático humo de su “cachimba”,
era junto a la lumbre que ardía en la chimenea y de la que se desprendían de
vez en cuando chispas que dibujaban en el aire estelas caprichosas antes de
caer al suelo convertidas en ceniza.
Lumbre que no solo era usada para la
condimentación de las comidas ingeridas a lo largo de la jornada, si no, que
también mantenía una agradable temperatura en el interior de la casa.
En una de sus vistas al pueblo cercano al que
acudía con cierta periocidad a buscar provisiones, encontró en la tienda de su
amigo Juan de Dios, una bonita silla baja con el asiento de “neas”, la cual adquirió pagándosela a
su amigo en plazos según su conveniencia.
Esta silla es la que utilizaba para sentarse al
lado de la lumbre, su “pelliza”
sobre los hombros para no sentir frio en la espalda, con su inseparable Rufo que
también buscaba el calor de la “candela”.
En el periodo invernal las noches se alargan
más que en el tiempo veraniego, así que buscaba alguna forma de matar las
largas horas nocturnas con manualidades que al mismo tiempo cubrieran las
necesidades complementarias de los utillajes necesarios para sus quehaceres
diarios.
Con un buen manojo de esparto, sujeto bajo
axila. que previamente había tenido la previsión de acondicionar para poder
usarlo en la confección del “jical”
o para la útil “toniza” con los que
poder atar algún “jace” de leña o cualquier
otra cosa que se “terciara”, se
sentaba en su silla baja al calor de la “candela”
a esperar la hora de ir a descansar.
Otras noches sus trabajos manuales los llevaba
a cabo usando su “navaja de injertar”,
bien fuera, preparando un “témpano”,
con un trozo de “corcha”, o bien, un
“viro” tallándolo a partir de un
palo de “jara” como también alguna “traviesa”, algún “atijo …”; elementos estos, que le servían para usarlos en lo
referente al manejo y cultivo de sus colmenas, ya que era un gran maestro en lo
referente a la ciencia de la apicultura.
Sus pensamientos se centraban mayormente en la
programación y revisión de las tareas realizadas durante la jornada y las que
tenia previsto llevar a cabo en jornadas posteriores, planeando, por ejemplo,
como volver a su cauce el arroyo que se había salido del mismo, en la forma de
limpiar el “suelo” de los olivos,
los algarrobos, los almendros… para poder recolectar sus frutos con el menor
trabajo posible.
En fin, a veces se ensimismaba contemplado las
llamas de la lumbre, que ascendían hacia el interior de la chimenea formando
caprichosas formas en el aire.
Pero aquella noche no era así, por más que lo
intentaba, incluso sacudiendo a veces su cabeza, no conseguía centrar sus
pensamientos en lo cotidiano del día siguiente, se sentía inquieto, alterado,
su mente reproducía imágenes entre las llamas que consumían el grueso tronco
que ardía en la chimenea y que él deseaba desterrar de ella.
Como la
desazón que sentía en su interior no cesaba, decidió dar por terminada la “toniza” estaba haciendo y levantándose
de la silla revisó, con sumo cuidado los productos con los que, al día
siguiente después del pertinente desayuno, cargaría a Montolla y partirían hacia el pueblo.
Terminada la revisión, determinó que lo mejor
sería irse a descansar a la cama, aunque si saber porque, tenía la sensación de
que aquella noche no iba a descansar muy bien.
Cerró la ventana de la cocina y el “postigo” de la puerta asegurando ambas
cosas con las correspondientes “fallebas”
y “pestillo”, dirigiéndose tanto él como Rufo a sus respectivas camas.
Sus presagios no fueron baldíos, las imágenes
de su mente se reproducían sobre el techo de la habitación una y otra vez, lo
cual le hacía dar tumbos hacia un lado u otro de la cama, sin lograr conciliar
el sueño.
Desde la suya, su amigo Rufo lo observaba con
cara de preocupación, no era la primera vez que veía a su compañero en aquellas
condiciones, sospechando que pasaría lo de siempre, por lo que debía de estar
preparado para ayudarle.
No era la primera vez que se sentía así, le
pasaba cuando al día siguiente tenía que desplazarse hasta el cercano pueblo,
con el fin de reponer algunas de las provisiones que le empezaban a escasea y
al mismo tiempo dejar en la tienda de su amiga Anita las hortalizas, huevos
legumbres y frutas recolectadas durante los últimos días para que ella las
pusiera a la venta y de esa forma obtener el dinero necesario para saldar sus
compromisos económicos.
Su amiga Anita era una mujer algo entrada en
años, bueno no tantos…; más o menos serian de la misma edad, ¡es que él tampoco
era ya ningún niño!, ambos habían dejado atrás los años de la adolescencia.
Anita no era una mujer de gran estatura, quizás
algo más bajita que él, pero poseía la serena belleza que proporciona la
madurez y la esbeltez de las personas en la plenitud de su vida.
Sus cabellos negros y brillante como las noches
serranas, caían como cascada alegre y revoltosa sobre sus hombros, dándole a su
cara un halo de misterio y embrujo que Rimundo no sabía descifrar y que le
producía una profunda turbación cuando se encontraba ante ella, completaba la
estampa unos ojos brillantes como el lucero del alba y también negros como el
carbón, una tez morena curtida por los aires fríos e intenso de la serranía.
Regentaba su tienda desde detrás del antiguo
mostrador que estaba instalado frente a la puerta de entrada, recibía a sus
clientes con la mejor de sus sonrisas, teniendo siempre para ellos un saludo
agradable con el que mostraba el afecto que por ellos sentía.
Aquel día, Anita estaba mucho más contenta y al
mismo tiempo nerviosa que de costumbre, por eso se había arreglado
especialmente su bonito pelo, su cutis y tanto sus ojos como sus labios lucían
mucho más hermosos que cualquier otro día.
Sus clientes y vecinos suponían el motivo por
el cual, Anita se acicalaba con tanto esmero, todos la saludaban con una pícara
sonrisa comentándole lo guapa que estaba ese día, a lo que ella contestaba, un
poco arrebolada… “Mira, hoy me ha dado por ahí…”; “Nada mujer…hay que ponerse
guapa de vez en cuando, que todavía estas en edad de merecer…”-le contestaban,
acompañando la contestación con un guiño picaresco.
Por fin, a Rimundo le venció el sueño, pero
este no fue en absoluto sosegado, a altas horas de la madrugada, salto de la
cama, se calzo sus “botillos” de
forma maquinal y envuelto en su “pelliza”
caminó con resolución hacia la puerta de la casa, su compañero Rufo, que
dormitaba a los pies de la cama de Rimundo se despertó y dando un brinco se
situó delante de su amigo, dispuesto a apartar cuantos obstáculos pudiera
encontrarse en su camino hacia la puerta, tal y como había hecho otras veces.
Rimundo había sentido repetidos golpes en la
puerta, allí estaba ella, Anita, que le miraba con sus brillantes y profundos
ojos negro y su sonrisa de ninfa, rodeando su silueta un halo de luz que
realzaba su figura, cual diosa salida del mismísimo olimpo.
Preso de su nerviosismo, no atinaba a descorrer
el “pestillo” con el que aseguraba
el “postigo” cuando por fin, con
mano temblorosa consiguió abrirlo, la fría brisa de la madrugada, al impactar
sobre su rostro, hizo que se despertara abriendo por completo sus cerrados
ojos, que contemplaron la negra oscuridad de la fría noche invernal que
discurría lentamente hacia el nuevo día.
Como por ensalmo, la grata visión había
desaparecido de sus ojos, causándole una tremenda y a la vez triste decepción,
con parsimonia procedió de nuevo a cerrar el “postigo” para volver a su cama con gesto de preocupación.
Al llegar al lecho, mientras se descalzaba y
dejaba la “pelliza” en la percha,
miro a su compañero que a su vez, le devolvió la mirada con cara de reproche.
- ¡Está bien, está bien…! -le dijo Rimundo- ¡ya
lo sé, ya lo sé…!; ¡Que te crees tu que es tan fácil de decírselo...!
Autor: Pera H.
Fecha: 1/2017