Esto que os voy a contar
sucedía inexorablemente, noche si, noche no, y la de en medio también.
En el pueblo donde vivía, y hace mucho tiempo
ya, había un taller de zapatería, cerca de la casa que habitaba con mi familia.
Este
taller era zapatería por la mañana y taberna por la noche. Tanto la zapatería
como la taberna la regentaba un señor del que no quiero recordar su nombre y cuya
señora pongamos que se llamaba Bienvenida o como ustedes quieran llamarla.
El matrimonio, porque estaban casados -en
aquellos tiempos era imposible que convivieran una mujer y un hombre sin haber
pasado por la vicaría, además era ilegal y te podían acusar de un delito de
concubinato- vivían en algún lugar de
nuestro encantador pueblo.
Todos
los días al atardecer, la señora se personaba en la zapatería/taberna con el
fin de ayudar a su marido en los trabajos propios de la misma, principalmente,
en todo lo concerniente a la elaboración de las sabrosas tapas con las que se
tenía por costumbre acompañar los caldos procedentes de la excelente uva que se
cosechaban y se cosechan en nuestro pueblo, y otros caldos traídos de distintos
lugares de Andalucía.
Una
vez finalizada la atención a cuantos clientes que habían tenido el placer de
degustar los susodichos caldos con sus correspondientes tapas, llegaba la hora
de proceder al cierre de la zapatería/taberna.
Siendo
este el momento en el que daba comienzo el ritual nocturno que inexorablemente
se repetía a diario.
Cerraban las pesadas puerta de madera, con
las que garantizaban la inaccesibilidad
al
local propiamente dicho, estas a su vez, se aseguraban mediante la cerradura
accionada
por una de aquellas pesadas llaves de hierro forjado con que se cerraba
la
mencionada cerradura en la antigüedad.
El
marido, después de dar los giros necesarios a la llave le decía a la señora
“Bienvenida, cerrado” a lo
que esta le contestaba afirmativamente.
Acto seguido el hombre giraba la llave de la cerradura en
sentido contrario
diciéndole
a la señora “Bienvenida, abierto” y
de nuevo asentía esta.
Repetían la operación de forma continuada
durante quince o veinte minutos
al
cabo de los cuales se daban por satisfechos y emprendía el camino hacia su
casa.
Recorrían los primeros pasos hasta llegar
a la altura de mi casa, desde donde volvían sobre sus pasos hasta la puerta de
la taberna y de nuevo comenzaban el ritual de abrir y cerrar la cerradura de la
puerta durante otro buen rato hasta que por fin se convencían de que habían
echado la llave definitivamente.
A nosotros, que escuchábamos
la función desde mi casa cada noche, nos hacía gracia la insistencia con que
repetían una y otra vez la acción de cierre y apertura de la cerradura.
Al
final terminamos por acostumbrarnos a esa forma tampoco corriente de
cerciorarse de que cerradura de la puerta había quedado asegurada y nadie
podía tener acceso a la zapatería/taberna sin la pertinente llave.
Por supuesto que no adquirimos
la costumbre tan particular de asegurarnos de que la cerradura de nuestra
puerta estaba herméticamente cerrada con su correspondiente llave.
Este es un hecho, más o menos gracioso, de
los muchos que seguro que acontecían en nuestro pueblo a diario el cual relato
para quede constancia y lo conozca también nuestros paisanos.
Auto:
P.H.
Cierra la puerta cartujano no sea que se escape el jamón. Bonita anecdota. Saludos
ResponderEliminarNo es anécdota. Es real,como la vida misma.
ResponderEliminarNo es anécdota. Es real,como la vida misma.
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