jueves, 3 de octubre de 2019

5ª ESCENA DE MI NIÑEZ




SIGO EN EL CORTIJO

En la escena anterior, daba cuenta de mi estancia en el cortijo donde mi abuelo Pedro ejercía de vaquero. Allí estuve tanto tiempo que cuando mis padres vinieron a buscarme para llevarme de nuevo a casa se ve que les dije: “Por esa vereda habéis venido, pues por esa vereda os podéis marchar, que yo me quedo aquí tan a gusto” Ni que decir tiene que mi petición en absoluto fue atendida.

Y donde yo estaba encantado de la vida que vivía en aquellos lares. Mi abuela María me permitía hacer lo que me daba la real gana sin ponerme ninguna pega ni cortapisa.

En esta escena voy a contar el gran susto que me dio un buey al que soltaron del yugo después de tirar de la carreta junto con el otro que componían la yunta.

Ya expliqué que por las tardes mi abuela María, me aseaba convenientemente y me cambiaba de ropa ya que como jugaba con la tierra, las piedras, la leña amontonada en la leñera… en fin, que me ponía hecho un oso, como se suele decir. 

Para mí era una delicia corretear por aquí o por allí dentro del enorme patio que había entre la casa donde habitábamos y el edificio de enfrente, donde estaba ubicado el pajar y el anden de las vacas, que, a su vez, en el parte trasera y convenientemente vallado albergaba el toril donde pasaban la noche el ganado vacuno.

Aquella tarde, como era perceptivo, mi abuela me dio en correspondiente baño en el -valga la redundancia- en le baño de “Zinc” y también como cada día me cambio la ropa que había ensuciado durante el día por otra oliendo a limpia y reluciente como los chorros del oro. ¡Al día siguiente ya me encargaría yo de arreglar eso! 

En la época en que estuve en el cortijo era el tiempo de la recogida de las mieses para llevarlas a la era con el fin de proceder a su trillado y a separar el grano de la paja.

Para la operación de transportar las gavillas de mieses segadas desde el barbecho a la era su utilizaba las carretas, de las que tiraba la yunta de bueyes.

Al terminar la jornada, que solía durar desde el amanecer hasta el anochecer, los boyeros traían la yunta a las afuera del toril del ganado vacuno, donde la soltaban del yugo y hacer que entraran el toril.

 Donde descansaban y pasaban la noche y que mi abuelo les diera el correspondiente pienso de paja en el andén, junto con el resto del ganado.

Me encantaba ver como soltaban los bueyes del yugo y como se estaban quietos hasta que el boyero les quitaba la ultima vuelta de cuerda que los unía a este, y como a continuación emprendía el camino hacia el toril.

Normalmente contemplaba la escena desde detrás de la portada que separaba el patio del campo abierto, mi abuela no me permitía que saliera, era la única restricción a la que me sometía.

Aquella tarde, me escapé y salí del portal, como siempre el boyero desataba los bueyes, prometiéndomelas muy felices de poder contemplar de cerca la maniobra que tanto me llamaba la atención.

Pero… ¡Mi gozo en un pozo! Sucedió algo con lo que yo no contaba.

Uno de los bueyes, que se llamaba Memoriales -siempre me acordare de su nombre- al soltarle el boyero la ultima vuelta de la soga que lo unía al yugo, salió disparado hacia mi persona, supongo que con el fin de hacerme sentir como es el vuelo sin alas ni motor, por que supongo que con la intención de darme un abrazo o un beso no seria. 

A mi se ve que no me hacia mucha gracia la idea, puesto que después de dar un tremendo grito puse pies en polvorosa hacia el portal del patio a la que no creo que me hubiera dado tiempo a llegar.

Mi suerte fue que el boyero reaccionó de inmediato y gritado con fuerza el nombre del aquel bicho enfurecido consiguió que detuviera su carrera dando tiempo de esa forma a que mi abuela saliera a ponerme a cubierto dentro de patio.

Por supuesto que aquel incidente no me impidió seguir observando el espectáculo que tanto me gustaba mirar, aunque se me quitaron las ganas de hacerlo desde tan cerca.  

 Al cabo del tiempo le conté a mi padre lo acontecido y entonces comprendí por que aquel buey me embistió.

A él -mi padre- no le extraño en absoluto el comportamiento de aquel animal, que por otra parte él conocía perfectamente, ya que había sido su mentor.

Lo había enseñado a arar y otras pautas de comportamiento, como que cuando lo llamaba por su nombre obedeciera de inmediato, acudiendo a la llamada, me dijo con él -con mi padre- se comportaba como el perrito más obediente. 

Otra de las cosas que le había enseñado era a acudir en cuanto le enseñabas desde lejos un canasto con boniatos cocidos, olfatea  su olor y acudía con presteza a buscar su recompensa. Supongo que era con lo que premiaba su buen comportamiento, el cual dejaba mucho que desear en cuanto olfateaba o avistaba la pareja de la guardia civil o a alguien bien aseado.

Estas dos ultimas cosas creo que deberían encuadrarse dentro del contexto de la represión que ejercían los cuerpos de seguridad y la explotación sin límites a la que estaban sometidos, tanto los jornaleros como los animales, por los patronos.

El animal al verme tan aseado y pulcro me asoció al tirano que lo explotaba sin descanso.

Ahora que soy mayor comprendo la verdadera lección que impartió aquel animal y la de su maestro al enseñársela.

No debes abusar de tu posición dominante para imponerte sobre los demás, debes respetar su dignidad, ya que por muy humilde que sea su condición, seguro que no les gusta que su dignidad sea pisoteada y la defienden con todas las armas a su alcance, en este caso su cornamenta.





Autor: Pera H.

Fecha: Octubre de 2019